viernes, 12 de marzo de 2010

2. El plagio

-Yo acuso de fraude al Sr. Amador Craso por presentar como suya una obra que escribí yo,- dijo Fidelina en el momento que el presunto autor se disponía a recibir el premio del XXX Concurso Latinoamericano de Cuento.
Amador, de traje gris, pelo oscuro, frente estrecha, cuerpo robusto y ojos apagados, se estremeció al oír dichas palabras. La confusión se hizo general.
-Ese cuento es mío,- insistió la mujer.- Lo escribí en un momento de angustia, cuando el mundo parecía un lugar difícil para vivir, cuando el tiempo se me volvía hostil, cuando la vida me miraba con una mueca grotesca.
- ¿Tiene forma de demostrarlo? - preguntó uno de los jurados.
-¿De demostrar qué? ¿Lo del tiempo hostil y la mueca grotesca?
-Que el cuento es suyo,- contestó impaciente.
-No, pero es mío y él lo sabe,- dijo apuntando con su dedo a Amador.- Además, aquí tengo una copia.
-Eso no prueba nada,- gritó el supuesto autor.- Yo también tengo una copia.
-¿Alguno de ustedes tiene registrado el cuento a su nombre?- preguntó un miembro del jurado.
-No,- dijeron ambos.
-Yo puedo relatarles la trama y decirles en cada momento qué iba sintiendo y por qué lo escribí. Estoy segura que él no puede hacerlo.
-¡Claro que puedo! Yo puedo repetir cada palabra de esa historia. Mi historia,- subrayó.
-Repetirla, tal vez, pero no escribirla. ¡Si lo que ahí relato, yo lo experimenté como una terrible pesadilla! ¿Cómo olvidar aquella mañana cuando buscaba en el periódico La Jornada los resultados del Concurso de Cuento? ¿Cual no sería mi sorpresa cuando descubrí que el ganador era, nada menos, que Amador Craso con "El plagio"? Un mes antes él se ofreció llevar mi narración al correo y ahora resulta que este señor recibirá el premio que me corresponde a mí. ¿Como podría, un individuo cruel e insensible, escribir una historia sobre una escritora desconocida, burlada por su amante? ¡Imposible!. El no conoce el alma femenina. El corazón de una mujer es como la crisálida de una mariposa: profundo e inaccesible a los ojos del hombre. Yo llevaba una existencia llena de estrecheces, tratando de subsistir con el sueldo de profesor de mi compañero. En mis tiempos libres me dedicaba a escribir un cuento. Mi protagonista era un maestro de Secundaria de una escuela particular de la Ciudad de México hundido en la frustración y el desencanto de su profesión. Estaba acostumbrado a sufrir las peores humillaciones por parte de sus alumnos, varias veces al día. Toleró que le dijeran imbécil, toleró que le gritaran, toleró que nunca le prestaran atención. Lo toleró todo con tal de llegar con su miserable salario cada quincena a su casa; hasta que un día, ya harto, les dijo a los estudiantes: si no se callan…, me salgo del salón.
-¡Que se salga! ¡Que se salga! ¡Que se salga! - gritaron sus alumnos a coro. Ese día se marchó y no volvió nunca más.
-Renuncié,- dijo, al llegar a su casa, a su compañera Fidelina que se encontraba dedicada a la creación literaria.
-Más te vale ganarte algún premio substancioso en algún concurso porque desde hoy ya no tengo trabajo... como la mitad de nuestros compatriotas,- agregó con sorna.
-¡No es posible! ¿De que vamos a vivir?
-Supongo que de tus cuentos.

La vida de la pareja, antes tranquila y placentera, se volvió insoportable. Amador, agobiado por el desempleo, apabullado por el ambiente de subdesarrollo que se había instalado en su hogar, se hundía en la amargura. Ya no salía a la calle. Ya no se bañaba. Ya no quería moverse de su cuarto. Y finalmente, como en la ciudad los asaltos estaban a la orden del día, decidió que era mejor para su salud no levantarse de la cama.
El dinero empezó a escasear y tuvieron que pedir prestado. Le pidieron a sus padres, a sus hermanos, a sus amigos, al tendero de la esquina, al encargado de la panadería, al de la leche, al de la carne, al encargado de recoger la renta del departamento, a todo el que se dejaba, hasta que agotaron su capacidad de pedir.
-Busca un trabajo, por favor, o vuelve a tu antigua escuela.
-Eso jamás. Antes muerto que ser maestro. Ahora te toca trabajar a ti trabajar,- gruñó Amador.
Se había vuelto un compañero desagradable. Su falta de actividad lo empujaba a espiar todas las hojas de papel que salían, llenas de anotaciones, de la mano de su incansable compañera: historias de amor frustrado, de maestros desempleados, de hombres sin brújula, siempre de mal humor, hundidos en la monotonía de una habitación cerrada.
Un día Amador empezó a añorar la calle. Con la disculpa de buscar trabajo, decidió bañarse y salir a respirar un poco de smog para despertar de su aletargamiento. De regreso a casa, se hundió nuevamente en el río de palabras del cuaderno de Fidelina. Nuevas aventuras estaban plasmadas en tinta negra. Apareció el amante traidor, un pobre hombre fracasado que rondaba las calles en busca de otra mujer, ya que la propia, dedicada en cuerpo y alma a escribir, sin prestarle atención a su compañero, resultaba ya poco estimulante, demasiado vista. El se posesionaba de cada palabra que producía la pluma de su compañera.
Una mañana se vio empujado a vivir una aventura en un microbús de la ruta Iztapalapa-Metro Zapata. Sentado al lado de una hermosa estudiante, de ojos oscuros, que mantenía una mochila negra sobre su falda, pensaba en la forma de iniciar una conversación, cuando los gritos de tres hombres armados con pistolas, lo sacaron de sus cavilaciones:
-¡Esto es un asalto! - gritaron. - El que no coopere se muere.
La joven tiró rápidamente su mochila al suelo y Amador con su pie la escondió debajo del asiento. Cuando les pidieron el reloj y el dinero, ambos lo entregaron inmediatamente.
-La chamarra,- le gritaron a la estudiante de ojos negros. Ella, nerviosa, no lograba quitársela, y uno de los hombres quiso hacerlo a la fuerza. Rápidamente el exmaestro dijo al de la pistola:
-Permíteme, yo te la doy.- Y con toda delicadeza ayudó la muchacha a despojarse de su prenda.
-No te vayan a lastimar,- le susurró Amador al oído.
Cuando todo acabó y los asaltantes desaparecieron, Julieta comenzó a llorar aterrorizada. El la tomó entre sus brazos y la consoló.
-Ya pasó, ya pasó. Esto ocurre todos los días y a todas las horas, estamos en la Ciudad de México. Ya pasó. No te preocupes,- le decía mientras acariciaba su abundante cabellera.- Pudo haber sido peor. Afortunadamente pudiste esconder tu mochila.
Ya en la base de los autobuses se dieron cuenta que no tenían dinero para proseguir su camino. Ella le pidió que la acompañara a su casa a pie pues todavía sentía mucho miedo. El lo hizo y así se inició una apasionada historia de amor. Se veían frecuentemente, se amaban con vehemencia, se entregaban a todos los juegos de placer que se les ocurrían y disfrutaban todos los momentos que compartían juntos.
Enterada de las infidelidades de su compañero, Fidelina ardía de celos y curiosidad. Se dedicó a plasmar en sus relatos los devaneos sexuales de su pareja adúltera, que al ser leídos por Amador lo estimulaban a seguir en su búsqueda de placer que a su vez se convertía en un nuevo relato.
-Lo sé todo,- gritó un día la escritora.- Eres un farsante. Me engañas con otra. Dices que sales a buscar trabajo y todo lo que haces es encontrarte con tu nueva amante. Pero esto se acabó. Desde hoy no vuelves a ver a esa mujer.
-Tú tienes la culpa de todo,- afirmó él, dando un portazo en la puerta de la casa al salir precipitadamente.
En efecto, la hermosa estudiante desapareció de su vida y tuvo que resignarse. La añoraba en cada momento pero sabía que no volvería a verla jamás.
La relación entre la escritora y su compañero desempleado siguió deteriorándose; debían dinero a todo el mundo y todos sus conocidos les rehuían. El evitaba a su mujer y trataba de mantenerse alejado el mayor tiempo posible. Salía temprano y nunca llegaba a comer, solo aparecía cuando Fidelina ya se encontraba dormida.
El cuaderno de relatos se llenó de situaciones hostiles. El protagonista, un ser mediocre, cruel, vil, sin ningún valor moral se entregaba a las peores relaciones destructivas que lo hacían sufrir. El padecía y la autora gozaba. Y así brotó Rocío, en la esquina de la calle de Parroquia con Ave. Insurgentes. Se encontraba esperando a su chofer mientras Amador esperaba un microbús que lo llevara a la estación del Metro Viveros. Como llovía, ella trataba de resguardarse bajo el paraguas que el protagonista principal sostenía en su mano derecha.
-¡Disculpe! - dijo ella- se me olvidó mi paraguas.
-No se preocupe. Acérquese más.
Se enfrascaron en una amable conversación y cuando llegó Ceferino, el chofer, ella lo invitó a subir a su coche. No habían llegado aun a San Ángel cuando ya estaban entregados a un ardiente intercambio de besos. Los besos pasaron a caricias y éstas se transformaron en una escena de película, que el conductor no debía de presenciar, y de la cual, sin embargo, no perdió detalle.
Quedaron de verse al día siguiente y el encuentro fue muy similar al del día anterior. Sólo después de la séptima cita fueron capaces de llegar al departamento de Rocío, donde Amador se enteró que su nueva amante era casada, rica y mayor que él.
Como el desempleo era ya una característica nacional y el maestro de secundaria no podía encontrar trabajo, Rocío se ofreció a prestarle dinero. El aceptó sin saber que este acto era el primer paso hacia el despeñadero. Amador se volvió dependiente y ella exigente. Le pedía que la visitara a cualquiera hora, que le hiciera el amor de mil maneras, utilizando las posiciones más difíciles, aunque a él no le gustara. Lo forzaba a entregarse a la pasión por tiempos prologados, le pedía que le susurrara palabras groseras en medio del esfuerzo, que la besara aquí y allá... que... Los requerimientos de la mujer se volvieron interminables. Además, cuando él, agotado, no era capaz de cumplir, llegaba a amenazarlo con decirle a su marido que le había robado dinero. En su desesperación, Amador empezó a añorar otros tiempos, cuando era feliz con Fidelina. Los remordimientos hicieron presa de él. Mientras ella escribía la historia de un hombre perseguido por el marido de una amante casada, él trataba de congratularse con la autora y pedirle perdón. Sin embargo, ella, resentida, no estaba dispuesta a tenerle ninguna compasión. Su pluma justiciera lo hundió aun más en esa relación insana. Rocío lo acosaba día y noche, le exigía todo tipo de sumisiones que él trataba de rechazar. Sin embargo, cuando el dinero se agotaba, Amador se daba cuenta que tenía que acceder para poder recibir un nuevo préstamo que lo sacara de las penurias económicas por algún tiempo. Sus deudas crecían de manera alarmante y él reconocía que nunca sería capaz de pagarlas, ni de liberarse de las manos de esa mujer. La situación hizo crisis cuando Rocío le llamó a las tres de la mañana.
-Quiero verte,- le dijo en tono autoritario.
-No puedo,- contestó molesto, tratando que nadie oyera su conversación.
-Si no estás aquí en media hora le diré todo a mi marido, él es un hombre influyente.
-Haz lo que quieras.
Desde ese momento su vida se convirtió en un infierno. Continuamente recibía llamadas amenazantes para exigirle el dinero que debía:
-¡O pagas o te mueres!
Varias veces logró escapar de sus perseguidores, hasta que la suerte lo abandonó miserablemente. Los de la judicial se lo llevaron en una camioneta y le aplicaron sus técnicas de persuasión para que firmara una confesión donde se asentaba que se había robado una fuerte cantidad de dinero. La policía bancaria lo acusó de fraude y le presentó documentos, por varios millones, firmados supuestamente por él. La policía de caminos aseguraba que habían encontrado varios kilos de droga en la cajuela de su coche.
-Pero si no tengo coche,- gemía.
El suplicio se volvía inaguantable. Amador no sabía donde esconderse ya que sentía que su vida corría peligro. No quería ir a la cárcel, ni deseaba terminar desaparecido en algún río maloliente de la ciudad.
Abatido se enfrentó a Fidelina:
-Sácame de este infierno, por favor,- suplicó.- Tú me metiste en esto.
-No, lo siento. No puedo. La historia la vas viviendo tú, yo sólo la escribo.
-¡Mientes! Tú me apartaste de aquella hermosa estudiante que conocí en el microbús y me empujaste a vivir esta pesadilla. Tú...
-¡Basta! Ahora va a resultar que yo hice que renunciaras a tu trabajo y que te dedicaras al desempleo.
-Tú me empujaste a vivir todo esto para encontrar una inspiración para tu cuento.
-¡No es cierto! Yo dije que no volverías a ver a esa joven jamás y lo aceptaste. Nunca intentaste buscarla. Fue tu decisión. Después te metiste con una mujer casada y ahora vives las consecuencias. Te lo he soportado todo, pero ya me estoy cansando. No tengo por qué tolerar tanto engaño. Además, el cuento ya está terminado.
-¿Y me vas a dejar así, envuelto en esta pesadilla?
-También la pesadilla ha terminado.
Aquella noche fue de reconciliación. Me prometió que nunca más vería a otra mujer. Que yo era todo en su vida. Que me quería como nunca había amado a nadie más. Lloramos. Hicimos el amor y volvimos a llorar.
A la mañana siguiente se ofreció a llevar mi cuento al correo. Se lo entregué confiada. Y ahora resulta que, después de dedicarle, días, meses enteros a esta historia, y de sufrir cada una de las palabras escritas en el papel, el premio es para él. ¡No es justo!
-“El plagio” es mío,- afirmó él, categórico.
-¡Mientes! Yo soy la verdadera autora.
-Tiene usted alguna prueba,- preguntó, con benevolencia, el más anciano de los miembros del jurado.
-No,- contesté- Pero ya le conté toda la historia. Si fuera otro el autor no hubiera sido capaz de narrarla con tanto detalle y con un estilo tan depurado.
-Yo la escribí con mi propio dolor, con la amargura de mi vida estéril, en la ansiedad de mis noches de insomnio,- musitó Amador con tristeza. -Y tú,- dijo mirando hacia mí,- me empujaste a los brazos de una mujer casada sólo por su dinero, me entregaste a ese infierno para salir de deudas; fue tu culpa que me hundiera en ese torbellino de humillaciones. Ahora quieres plagiarme la obra.
-Cállate impostor.
-¡Silencio! Ya oímos bastante. Para poder llegar a una conclusión tendremos que deliberar- declaró el jurado. Sus integrantes se pusieron de pie y se fueron a una esquina del salón de actos.
La escasa concurrencia comentaba en voz alta, acaloradamente. Los hombres consideraban que Amador Craso era el verdadero autor, las mujeres pensaban que él, por su condición de hombre, no podía haber escrito una narración pletórica de sensibilidad.
Yo, mientras tanto, sufría y deseaba que el veredicto me beneficiara a mí. Se lo darán a él, pensé desanimada al ver que el jurado estaba compuesto exclusivamente por hombres.
Amador observaba la escena confuso y preocupado, mientras el tribunal iba y venía, revisaba la obra y hacía comentarios en voz baja. Finalmente, el de mayor edad de los miembros pidió silencio.
-Antes de llegar a una conclusión debemos hacer una observación. A pesar de haber seleccionado este cuento, el final parece inconcluso. Nos gusta así, pero quisiéramos que ustedes, cada uno de manera independiente, nos relaten un posible desenlace para poder definir al ganador del concurso.
-Pues...- empezó a mascullar Amador.
Rápidamente intervine:
-El final ya depende de ustedes.
Y ese año, el XXX Concurso Latinoamericano de Cuento se declaró desierto.

1. Si algo derrocho son malas intenciones

Quiero presentarme con ustedes:
Como podrán imaginar soy La Bruja (así, con mayúsculas por respeto a mi categoría), y me distingo de las rivales de mi especie en que yo tengo una postura positiva frente a la vida. Cuando ellas quieren asustar y fastidiar a un rico feliz, yo me inclino a hacer lo mismo pero con alguien que no represente un reto, un pobre inocente e infeliz.
Una actividad de este tipo, difícil porque me crea una mala imagen, tengo que reconocerlo, me llena de satisfacción y me infunde una sensación de logro. Si nací con virtudes que se desbordan por mi piel, por qué no aspirar a cumplir metas que me proyecten a las alturas, que me pongan en el lugar donde ninguna de mis congéneres logrará llegar jamás. Yo fui responsable de numerosos acontecimientos que fueron un hito en la historia, como por ejemplo... Bueno, ya les iré contando. Por lo pronto quiero que me conozcan bien.
Sé de primera mano que los individuos que creen que están de vuelta de todo es que no han ido a ninguna parte; y lo sé, porque he viajado por el mundo. En mi peregrinar me he encontrado con todo tipo de sujet@s que han despertado en mí la necesidad de hacer algo, escribir sus historias, ponerlos en ridículo, jalarles los pies en la noche, provocarles un buen susto que los lleve al infarto, hacerles cosquillas hasta que se mueran, literalmente, de risa. A un individuo que se las daba de escritor lo empujé por el camino del desbordamiento hasta provocarle un malestar estomacal y serias alucinaciones. A otro tipo, lo casé con una jovencita anacrónica y lo lleve a la miseria eterna.
Como todos saben, los mortales tienen la debilidad de hablar de finales felices, cuando los participantes en una unión comparten su vida para siempre aunque, en ese lapso de tiempo, se miren con ojos de resentimiento perpetuo. Tal vez, esa es la eternidad, la repetición interminable de errores que nos colocan en una situación desventajosa y duradera. Cuando caemos en ese bache, es indiscutible que ahí nos quedamos para siempre. Si tienen dudas, lean todo lo que les presentaré a continuación: la historia de la miseria humana. Sin embargo, yo estoy por encima de toda esta mezquindad y miro a mis congéneres nigrománticas (que se supone que están en este valle con el compromiso expreso de molestar a los pobres infelices), con desprecio por su afición a enfrascarse en absurdas batallas con lo más granado de la sociedad, a sabiendas que contra ellos, nada es posible. Que busquen objetos más fáciles.

Para empezar, quiero presentarles a continuación dos individuos que podrían parecer patéticos, a pesar de su afición a las letras. Los escritores, por mediocres que sean, merecen cierto respetillo. Sin embargo, lo fúnebre de estos personajes, Amador y Fidelina, no está dado por sus habilidades o falta de éstas al tomar una pluma o poner sus dedos en el teclado de su computadora, sino por aspirar a llevar, como pareja, una vida en común.
Aprenderán ustedes que caminar por el mundo cargando a otro sobre las espaldas (no sabemos en el siguiente relato quién carga a quién), es ineficiente y desgastante. ¿Para qué esforzarnos por mantener unido lo que se desmorona a pedazos? Seamos francos, un buen relato no tiene que gustar a los lectores, sólo debe convencer a los personajes, que son los que van a vivir en carne propia su desastrosa historia.
Aunque mis rivales dicen que yo pienso que el sol sale exprofeso para mí, debo decirles que están en lo correcto.