martes, 6 de julio de 2010

6. Tu mundo feliz

Ese día ya no pudiste salir de tu cuarto. Tus ojos se pasearon por las cuatro paredes de la que sería para siempre tu prisión. El papel tapiz, modelo "autumn leafs", que en mejores tiempos lució elegante, ahora es una enorme mancha gris, salpicada de amarillo. Sobre la cómoda, entre una colección interminable de objetos, una pequeña bailarina con falda de tul rosa, que algún día giró dentro de una cajita de laca china, te observa con desprecio. Un marco de madera sostiene con orgullo la foto de tus padres, otro a Spoty, tu perra. En la pared, tu rostro, que antes era hermoso, se repite profusamente en diferentes poses. Un calendario, que muestra una fecha ya vencida, descansa sobre el tocador.
Tus primeros años los viviste mimada por toda tu familia. Eras hija única. No había un solo deseo que no te fuera concedido. Ya que escrito está: pedid y se os dará. Querías un helado, inmediatamente lo tenías. Un vestido nuevo..., ya era tuyo. Querías otro y otro y otro más e inmediatamente tu armario se llenaba de ropa de las mejores marcas, las más caras. Si tu televisor te parecía pasado de moda, esa noche el mejor modelo del mercado ocupaba un lugar privilegiado en tu habitación. Cualquier objeto o sujeto con solo ambicionarlo pasaba a ser de tu propiedad. Así ocurrió más tarde con Toni, con Nico, con Daniel, con Eric, con Al, con....todos. El mundo era tuyo, amplio, inacabable, como una enorme cubeta de palomitas de maíz.

Estás sola disfrutando el paisaje que tu vista abarca. Rememorando un tiempo ido por la ventana que da al jardín, desde donde mirabas a los niños de los vecinos jugar con sus triciclos recién comprados. Era Navidad. Santa Clos había sido espléndido contigo, como siempre. Te había traído todo y un poco más. Sin embargo, tu triciclo, aunque el mejor, no se parecía al de Wendy González. El tuyo era rosa y el otro era oscuro, uno era hermoso y el otro sólido, poco atractivo. Pero tú lo querías. Lo deseabas más que cualquiera de los regalos que descansaban bajo el árbol en espera de que tus manos de niña se decidieran a arrancar el papel brillante y el moño dorado que los envolvía.
-Quiero ese triciclo,- habías dicho en el momento que descubriste, desde la ventana, la alegría de tu vecina. Y el triciclo fue tuyo. Después fue la pelota blanca con rayas negras de Mateo la que despertó tu interés. También, esa noche, llegó a tus manos. Luego fue la muñeca de Rosi, los patines de Gustavo, la pista de autos de Omar, el equipo de cocina de Matilde, el despachador de chicles de David, el Turista con fichas, dados y dinero de Moisés. Hasta los anteojos de Carmen fueron a parar a un cajón de tu recámara. Todo lo querías y todo fue finalmente tuyo. Los objetos inundaron todas las habitaciones de tu mansión.
Ya mayor, cansada de desear las pequeñeces que tus conocidos disfrutaban, quisiste las propiedades de todos ellos. Una a una te fueron adjudicadas. La casa del vecino de enfrente, la del vecino del sur, del este, del oeste, todas las construcciones con sus terrenos pasaron a tu poder. Era tu destino. Sin embargo, aún no era suficiente. No te sentías feliz. Podías tener más. Siempre aparecía un pedazo de tierra, allá, que debía ser tuyo. Era una carrera donde el final resultaba inalcanzable porque siempre había algo ajeno que deseabas y que resultaba poco cuando ya era tuyo.

Un cofre de madera negra guarda tus collares, pulseras, aretes, anillos, que ya no te serán de ninguna utilidad. Cada objeto acumulado durante años tiene su propia historia y parece que la repite día tras día. Esa es tu vida ahora: un gran recuerdo. Sonríes. La cadena de oro trenzado te remite al momento en que tu mano se posa en un estuche de terciopelo rojo. Tus dedos lo sujetan con fuerza y huyen con prisa a depositar su vistoso trofeo en el bolsillo de tu abrigo. Sales de la tienda satisfecha, feliz. Este sentimiento de logro no lo habías experimentado jamás. Lo intentarás de nuevo. Así día tras día te encaminas a alguna tienda de prestigio, pides que te enseñen los artículos más valiosos de la joyería y en el momento en que el encargado se distrae, tu mano se encarga de sustraer algún hermoso objeto que termina arrumbado en el amplio cofre de tu tocador. Así conseguiste unos aretes de oro traídos de Egipto, un anillo de plata y diamantes mexicanos, un dije boliviano, una pulsera de.... de... no lo recuerdas ya. Robaste todo lo que quisiste hasta el día que, otra mano, la del dependiente, sujetó la tuya y te remitió al encargado de seguridad de la tienda. Finalmente, una buena cantidad de dinero te liberó del problema. Este suceso estimuló tu espíritu de aventura y después de perfeccionar tus métodos rapiñescos te dedicaste a conseguir de todo: ropa, bebidas, zapatos, adornos, discos, instrumentos musicales, frituras y chocolates. ¡Hasta un coche llegó como parte del botín! Tu conocido poder económico lograba que los empleados fingieran no verte mientras tus dedos rapaces recorrían la mercancía de la tienda. Ahora, todo te es de poca utilidad. Estás limitada a las cuatro paredes que te rodean, sujeta a un cúmulo de objetos que te estorban y te impiden moverte con independencia. Por eso tu mal humor. Poseer es sufrir. Poseer es perder la libertad. Es volverse adicto a tener más, siempre más. Te pesa que te lo diga porque sabes que tengo razón.

Tus ojos se detuvieron en un florero hecho en Taiwan, imitación porcelana, que aún sostiene una rosa marchita. Piensas en Toni. Alto, pelo claro, fuerte, campeón nacional de tenis, un verdadero triunfador. Te invitó al cine, luego a cenar y terminaron haciendo el amor en el asiento trasero de tu coche. Ese día te regaló una rosa, tu primera flor. En la siguiente cita sólo fueron al cine y terminando la función se dirigieron a una calle solitaria y oscura y se estacionaron bajo un árbol. Después de poner el freno de mano él te indicó con el dedo índice el lugar que debías ocupar atrás. Ahí, nuevamente, se dedicaron a aplacar ese gran deseo que te consume por dentro. Después de varios paseos similares donde ya se había abolido definitivamente toda actividad ajena al sexo, preferiste invitarlo a tu cuarto, pedirle que se quitara la ropa y dedicarte todo el tiempo que permanecían juntos a disfrutar de tu amante.
Terminaste aburriéndote y te lanzaste sobre Nico. Repetiste todos los pasos anteriores: cena, cine, cama, hasta que, nuevamente preferiste limitarte a la satisfacción apremiante del deseo y éste a su vez se agotó. Luego, empezaste con...con... ya no lo recuerdas. Después de Nico todos pasaron por tu vida con tal velocidad que sus nombres quedaron sepultados en el olvido, desde el mismo momento en que hacían su aparición. Los tuviste a todos, todos fueron tuyos. Sonríes.
Tu vida amorosa, como tú la llamas, se volvió monótona. Era lo mismo Ron, entrenador de futbol, que Charlie, estudiante de la carrera de medicina. Sentías lo mismo cuando mirabas al Brodie, tosco, rudo, alto, de músculos espléndidos, que cuando escuchabas los versos que te dedicaba el poeta Federico. Todos te aburrían por igual.
Buscaste nuevas satisfacciones; te dedicaste a coleccionar revistas de arquitectura, de chismes sobre actores de cine, de jardinería, de coches, de recetas, de... todo. Los volúmenes adquiridos mes con mes ocupaban todos los rincones de tu casa, donde se acumulaban sin despertar en ti el más mínimo interés. Solamente las fotos de platillos suculentos que aparecían en los recetarios de comida estimulaban tu curiosidad. Pediste que te prepararan diariamente un menú con especialidades culinarias de diferentes países. Comías con la misma avidez con la que te entregabas a todo, a veces sola, a veces acompañada; paladeaste los mejores platillos de las mejores cocinas: mexicana, española, china, japonesa, francesa, tailandesa, hasta rusa, alemana, e inglesa. El mundo era un banquete interminable donde todo era apetecible, todo. Luego vinieron los postres: helados, pasteles, crepas, frutas confitadas. Y por último, te entregaste a los pequeños antojos, entre comidas: papitas, galletas, palomitas, lo que fuera.

Miras con tristeza tu ropa colgada en el closet. Los jeans azules te remiten a tu último paseo por el campo. Ibas con Daniel y nunca habían hecho el amor. Tal vez hoy lo harían. Habían caminado casi una hora, a la orilla del río, entre zarzamoras, juncos y espinos, cuando dos individuos mal vestidos, con una navaja en la mano, les salieron al encuentro.
-¡Los relojes y la cartera, pronto! Y no se quieran pasar de listos por que les damos en toda la madre, cabrones,- gritaron enfurecidos.
Daniel se envalentonó y se opuso al despojo. De un golpe lo tiraron al piso y a patadas le quitaron el reloj, la cartera, y una medalla de la virgen que siempre le daba buena suerte. Ya abatido, lo amenazaron con un cuchillo que le colocaron sobre el cuello.
-¡Si te mueves, te mueres cabrón!- le dijeron a tu acompañante. -Y tú, ¡desnúdate!- te gritaron.
Asustada, empezaste a desvestirte. Tú te quitaste la blusa y uno de los hombres se desabrochó el cinturón. Tú te bajaste el cierre y él hizo lo mismo. Tú te quitaste los pantalones con mucha dificultad y él te miró con sorpresa. Nerviosa, te quitaste el sostén y dos caracoles redondos, descomunales, saltaron sin ninguna consideración. El tragó saliva. Con la caída del resto de la ropa, varios pisos de grasa, acomodados en diferentes niveles, se agitaron temblorosos. El dio un paso atrás.
-¡Válgame! Es toda tuya,- le dijo a su compañero.
El otro joven se acercó lentamente y con sus brazos trató de rodearte. La superficie era tan basta que fue incapaz de lograrlo. Se quedó quieto un instante sintiendo el aliento de su víctima sobre la cara. Se apartó de ti y te miró nuevamente. Te dijo que te acostaras y ya en el suelo, se acomodó cerca, estiró la mano y la posó sobre tus pechos; quiso abarcarlos pero éstos se le escurrieron en toda su inmensidad. Se cansó de sentir la consistencia viscosa de tu carne de mujer y se puso de pie.
-No puedo. ¡Carajo! No puedo,- dijo.- Lo siento gordis, pero te juro que no puedo.
Los asaltantes, un poco avergonzados, se retiraron corriendo.
Daniel estaba desconcertado. Iba, venía, no sabía que hacer. Sin embargo, antes de perderlos completamente de vista les reprochó, con un grito:
-¡´Ora le cumplen, cabrones!
Sucia de arena y tierra, aun en el suelo, miraste largamente a tu acompañante. El quiso decir algo, pero finalmente desvió sus ojos y se hizo el desentendido. Tú, después de un penoso silencio, empezaste a vestirte lentamente. Nunca más quisiste ver a Daniel en toda tu vida.

Después de este hombre cobarde, el sexo opuesto se te hizo insoportable. Los recuerdos lejanos de tus noches de pasión te causaban fastidio. Toda esa época dedicada a saciar los bajos instintos de seres insensibles y vacíos te parecían ahora una horrible pesadilla. No los necesitabas. No los habías necesitado nunca, y esto para tu desgracia lo habías descubierto hacía poco, en la propaganda a todo color que te habían enviado, por correo, unos almacenes de prestigio. El kit venía con todo: un equipo completo de herramientas vibrantemente útiles, utilísimas, que se montaban y desmontaban, se accionaban a diferentes velocidades, rápido, lento, con puntas finas, gruesas, semigruesas, alargadas, cortas, planas, redondas, en todo tipo de formas, normales, anormales y seminormales y con diferentes texturas. Y todo esto a precio de introducción, con dos tubos de lubricante, como regalo. Una oferta única, solo por unos días y en cantidad limitada. Compraste una caja y después de tu primer contacto con el producto, mandaste pedir toda la oferta limitada que abarrotó las repisas de tu armario, de tu closet y los cajones de tu cómoda. Ahora sí, armada de todos estos implementos ¡quién necesita a los hombres!

Nunca pensaste que de este cuarto no volverías a salir jamás. Sin embargo, aquel día regresaste de un paseo por tus dominios y pediste de comer. Como estabas cansada te servimos en tu cuarto, como siempre, con generosidad: sopa, carne, verduras, arroz, papas, queso, pastel con leche, gelatina, galletas y tú refresco. Te lo comiste todo y quisiste más. A la mañana siguiente el marco de la puerta te resultaba estrecho. Llamamos al albañil, que anteriormente ya lo había ampliado, para que lo ensanchara aún más, pero éste consideró que el peso de la losa podría vencer la pared y venirse la casa abajo. Miraste por la ventana y reconociste que no había nada ni nadie del otro lado que te hiciera falta. Eras autosuficiente. Lo tenías todo, lo dominabas todo y desde ahí podrías disfrutar del mundo como si estuvieras afuera. Te sentaste en la cama que fue elaborada especialmente para soportar el exceso de tus carnes y te dispusiste a vivir otra etapa de tu vida. No necesitabas esforzarte para controlarlo todo. Tenías a tu gente que lo haría por ti; mientras, tú te entregarías al placer de continuar degustando tus caprichos favoritos, en el ambiente desteñido de una recámara envuelta en papel "autumn leafs".
El tiempo pasó y los recuerdos tiñeron de nostalgia tus noches y tus días. La mayoría de los objetos que se acumulaban en exceso en todos los espacios de tu recámara no lograban despertar en ti sentimientos definidos, sólo algunos te traían ecos de sucesos que en tu memoria dejaron una huella. Sin embargo, tu carácter siempre difícil se deterioraba, aunque decías que te sentías feliz. Pensé dejarte, pero no pude.
-Lárgate si quieres,- me dijiste.
-¿Y quién cuidará de ti?
-Con dinero baila el perro,- aseguraste con desprecio.
-¿Muerdes la mano que te alimenta?- pregunté resentido.
-Nadie es indispensable.
-Pero yo soy tu amigo.
-Yo no tengo amigos, sólo tengo sirvientes que me obedecen.
Comprendí que era mejor tenerte aquí, sujeta entre estas paredes, que libre, deseando lo poco que todavía me queda. Me lo has quitado todo. Bueno, casi todo. Por un sueldo te alimentaré toda la vida, con prodigalidad. Si no lo hiciera, la falta de comida podría liberarte de tu cárcel y eso nunca lo permitiré. Atrapada en tu cuerpo voraz vegetas sobre tu cama. Yo observo como aumentas de tamaño, te veo inflarte y sólo espero el momento en que tu hambre insaciable te haga reventar. Por eso te cuido, por eso estoy siempre contigo, por eso nunca me aparto de tu lado.